En verano todo se ensucia
Por Mauricio Ottiniano
Mamá se fue. Hace ya más de un mes que mamá partió a la tierra del tío Sam en busca de trabajo. Como se comprenderá su partida además de dejar un vacío sentimental, dejo también un gran vacío doméstico. Es decir, en casa somos tres hombres y tres perros (dos machos), así que como podrán entender la testosterona y la inutilidad campea. Y es que mi mami nos mal (bien) acostumbró a tener siempre nuestra ropa limpita, las camas tendiditas y la comida calentita. Ahora, sin ella, nos enfrentamos a tener que valernos, en casa, por si solos.
En un intento digno de ser destacado, mi padre intentó sin mucho éxito hacerse cargo de la cocina. Después de algunos días de carnes quemadas, guisos salados y arroz crudo, que anduvo prácticando en clases pre-viaje, empezó a agarrarle el truco al arte culinario.
Yo por mi parte me encargué del aseo de todos los servicios, léase platos, cubiertos, ollas, etc; mientras que mi hermano, se la llevó fácil, pues se limitó a cocinar los fines de semana, preparando el veintiúnico plato que conoce: Ají de gallina.
Pero el real problema empezó (para mí) a la hora del lavado de ropa. Mi madre siempre se encargó de lavar absolutamente toda mi ropa, desde los jeans con huecos hasta las medias futboleras, lo cual a mis veintixxx... años, la verdad, no me avergüenza. Antes de viajar, mamá se esmero en dejar toda mi ropa limpia, pero tarde o temprano llegaría el momento en que me quedara sin ninguna prenda para usar.
Y así fue. Luego de casi dos semanas, la ropa empezó a escasear. Tuve que recurrir a mis calzoncillos con hueco, medias remendadas y polos desteñidos que ni recordaba que tenía. Sin embargo no pude alargar mucho la situación, y por fin me quedé sin ningún tipo de ropa. Pues bien, tenía que lavar, y si una mujer puede hacerlo (pensé), ha de ser sencillo (muy sencillo).
Así, por la mañana de un domingo veraniego, implementado con una bolsa de Ace y una barra de jabón libertador, me inicié en aquella nueva empresa. Traté de que no me incomodara mucho el hecho de no tener agua caliente, o que no hubiese un toldo que me protegiera del entusiasmado sol. Así pues empecé jabonando algunos jens que urgían del contacto con el agua. Los restregué, sobé, les pasé una escobilla y como pasó final los metí en la lavadora, cuidando de no mezclar los oscuros con los claros (las mujeres primero experimentan).
Luego vino el turno de la ropa interior, y mientras iba lavando, pensaba que mamá debía querernos mucho para enfrentarse a estas porquerías. No lavé, obviamente, toda la ropa sucia que tenía, sino sólo lo estríctamente necesario, dejando lo demás para otro momento de apuro, pues luego de algunas horas, y de ver mis manos arrugadas, decidí poner punto final a la tarea.
Lo cierto es que ahora, por alguna extraña razón, mi ropa se ensucia con mayor rapidez. Antes, y esto lo puedo jurar, pasaban meses antes de que mi ropa ensuciase. A pesar de todos los cuidados que tengo, un jen no me aguanta ni tres días. Recién hoy comprendo por que mis amigos nunca se sientan en el suelo como tanto me gustaba, y es que, al parecer, sus mamás también deben haber viajado.